Escapar al
efecto impositivo de un discurso hegemónico no es una tarea fácil. Pero es
necesario y posible generar una voz colectiva que enuncie este
problema y lo transforme en acto de demanda. Si algo nos define
como intelectuales es pensar sobre el mundo y la sociedad en la que vivimos,
poner en cuestión los problemas que nos plantea, promover el debate de ideas,
intentar leer más allá de la letra manifiesta y visibilizar lo oculto, tratar
de salir de la mera apariencia de los efectos para bucear en las causas que los
determinan. En síntesis, sostener nuestra capacidad y conciencia crítica y
manifestarla, romper el silencio, como paso imprescindible hacia un accionar
colectivo y transformador.
No
encontramos este ánimo en algunos trabajadores del campo de la cultura, a
quienes hemos respetado y queremos seguir respetando, pero que
al colocarse como voceros del gobierno han producido una metamorfosis
en relación con su historia y su postura crítica.
Nos encontramos ante verdaderos
escándalos de diferente naturaleza y calidad, que tienen como denominador común
la impunidad en relación con las responsabilidades de quienes nos gobiernan. Y
de manera paralela, asistimos a la construcción de un relato oficial, que por
vía de la negación, ocultamiento o manipulación de los hechos, pretende
investir de gesta épica el actual estado de cosas.
Javier Chocobar, Diego Bonefoi,
Nicolás Carrasco, Sergio Cárdenas, Mariano Ferreyra, Roberto López, Mario
López, Mártires López, Bernardo Salgueiro, Rosemary Chura Puña, Emilio
Canavari, Ariel Farfán, Felix Reyes, Juan Velázquez, Alejandro Farfán, Cristian
Ferreira. Vemos crecer la lista de los asesinados. Muertes que en su repetición
no dejan de asombrarnos. Muertes que van cubriendo toda nuestra geografía.
Muertes que, lejos de ser inocentes, marcan un encarnizamiento represivo que no
puede ser negado ni atribuido a lejanas decisiones para desresponsabilizar al
gobierno central. Ahora descubrimos que desde 1994 somos un país federal, y que
por lo tanto las muertes dependen de las policías provinciales, o de los
caciques locales. Curiosa apelación al federalismo, cuando es el gobierno
nacional el que ejerce el centralismo unitario y decide de hecho los
presupuestos provinciales, el que resuelve candidaturas, impone ministros y se
abraza con los gobernadores casi al mismo tiempo de ocurridos los hechos.
Muchas de las últimas muertes están
vinculadas a la carencia de tierra, y detrás de cada nombre hay una historia de
vida que se remonta a la histórica lucha de los pueblos originarios contra el
despojo del que han sido objeto. El proceso de concentración de la propiedad de
la tierra y la soja-dependencia de los últimos ocho años son un correlato en el
presente de aquel despojo, que el discurso oficial oculta.
El “relato” hegemónico pretende
imponerse sobre la materialidad y el valor simbólico de estas muertes.
Efectivamente, en torno a estos y muchos otros hechos se elabora un
discurso oficial que construye consensos, porque aparenta dar cuenta de una
serie de necesidades sociales y reivindicaciones nacionales mientras se afianza
la persistencia de lo mismo que aparenta cuestionar.
Este relato disciplinador y engañoso
utiliza la potencia de los recursos comunicacionales de que dispone
crecientemente el gobierno para ejercer control social mediante la
inducción de mecanismos alienatorios sobre las formas colectivas de la
subjetividad.
Quieren aparecer como actores de una
gesta contra las “corporaciones”, mientras grandes corporaciones como la Barrick Gold , Cerro
Vanguardia, General Motors, las cerealeras, los bancos o las petroleras – y el
propio grupo Clarín, hoy señalado como la gran corporación enemiga – han
recibido enormes privilegios de este gobierno.
Quieren también aparecer como
protagonistas de una histórica transformación social, mientras la brecha de la
desigualdad se profundiza. Y cuando la realidad se impone sobre el “relato”,
los voceros oficiales y oficiosos del gobierno sostienen que se trata de “lo
que falta”. Según los intelectuales reunidos en Carta Abierta, “lo que
falta” sería – más allá de las “asignaturas pendientes” que estarían dispuestos
a admitir – una cuestión de “imaginación política”. Y lo que es evidencia y
síntoma de lo que no sólo no se transforma sino que se profundiza sería – como
en el fenómeno de las placas tectónicas - algo así como restos traumáticos del
pasado en el interior de un proceso transformador, que reaparecen una y otra
vez.
El contenido de la producción
ideológica oficial se inscribe en una metodología. La discusión de ideas es
sustituida por la descalificación del interlocutor y toda disidencia es
estigmatizada. Trivialización del debate, bravata “intelectual”,
sacralización de sus referentes con independencia de las acciones que producen,
son sólo algunas de las modalidades en las que se expresa el intento de imponer
un discurso único. Cuando desde los medios públicos se utiliza la denigración
de toda voz crítica por medio de recortes de frases, repeticiones,
burlas y prontuarización como procedimiento intimidatorio y se invalida a esas
mismas voces cuando se expresan en otros medios, se produce una encerrona que
por una u otra vía sólo promueve el silencio.
Hoy la homogeneidad discursiva
empieza a estar atravesada por algunas filtraciones que la erosionan: el relato
épico ha iniciado un proceso de cierto desenmascaramiento. La asociación entre
derecho de huelga y extorsión o chantaje, o la justificación de la sanción de
la ley antiterrorista, serían expresiones paradigmáticas de este fenómeno.
A pesar
del afán disciplinador del discurso hegemónico, es nuestra responsabilidad como
intelectuales y trabajadores de la cultura romper el silencio que pretende
amordazar el pensamiento crítico y promover un debate transformador de los
grandes problemas que plantea el presente. Es necesario. Y es posible.